El ojo de Polifemo

Este es un ensayo analitico escrito por uno de mis estudiantes durante un curso de Maestría en el autismo que dicto online a través de la Universidad de Rioja. Su autor es Hermenegildo Fernández natural de un pueblo del norte de España llamado Candás, provincia
de Asturias. Herme, como le dicen sus amigos, lleva en Madrid 18 años. Académicamente Herme estudio Periodismo, luego Filosofía, Máster en Estudios Avanzados en Filosofía y actualmente la Tesis doctoral, todo en la Universidad Complutense.

Según me relata Herme su acercamiento al autismo ha sido estrictamente teórico, a partir de una asignatura de filosofía de la ciencia a la que asistió de oyente y que impartía un querido profesor, Carlos Castrodeza, ya fallecido. Él era biólogo y filósofo, y le preocupaban mucho las consecuencias puramente lógicas del darwinismo y las explicaciones naturalistas del mundo. En sus clases era habitual contraponer la imagen humanista del mundo, imperante hasta la revolución científica, a la actual imagen científica del mundo y,
digamos, sus rasgos autistas. Su trabajo de Máster en Filosofía trataba sobre si los autistas perciben igual que los neurotípicos la
sensación de libre albedrío, el cual es un postulado que la ciencia parece rechazar, frente a los humanistas.

Tuve la ocasión de discutir muchos puntos de vistas sobre el autismo con Herme. Uno de los mas controversiales se baso en un blog que yo escribí anteriormente sobre Ludwig Wittgenstein, la teoría de la mente y el autismo (ver http://bit.ly/1tmLOCY). Herme descolló por sus conocimientos al respecto. No cave mas decir que espero ver en el futuro el desarrollo de una carera académica distinguida para Hermenegildo.

Manuel F. Casanova, MD

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El ojo de Polifemo*
*[Polifemo (poly -muchas- phêmos -palabras-) es el cíclope que aparece en la Odisea de Homero]

«El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve.»
Antonio Machado

“Nunca pude entender por qué el contacto visual era tan importante. Sólo lo comprendí hace siete u ocho años, a mis 50 años, tras leer el libro de Simon Baron-Cohen sobre ceguera mental. No sabía que el ojo emitía todas esas diminutas señales.”
Temple Grandin

Ludwig Wittgenstein (1889-1951), el famoso filósofo austríaco, sostiene en su primera gran obra, el Tractatus Logico-Philosophicus, que «nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no habría sido más penetrado» (6.52). El problema de la vida, según Wittgenstein, se sitúa fuera del mundo, que es donde reside todo aquello que tiene valor y nos hace propiamente humanos (la estética, la ética y la religión) frente a lo que carece de él, es decir, lo que está en el mundo, lo meramente fisicoquímico. Pero más allá de cuestiones metafísicas, la diferencia esencial entre el mundo y la vida, está en el lenguaje que utilizamos para referirnos a uno y otro ámbito. A este respecto es clave la diferencia entre «decir» y «mostrar». Para Wittgenstein, la ciencia puede «decirnos» sin problema todo lo concerniente a los objetos del mundo, sus relaciones, sus comportamientos, etc., pero sobre lo exclusivamente humano no puede decir nada con sentido. El problema de la vida pertenece al ámbito de lo místico, lo inefable, a aquello que no puede decirse con palabras sin traicionar parte, si no todo, de su verdadero significado, pero que, no obstante, forma parte de nosotros y se nos «muestra» de alguna manera no lingüística, no conceptual, no literal. ¿Dónde situar en esta dicotomía los estados mentales de las personas, sus pensamientos, sus sentimientos, intenciones, sensaciones y deseos?

Un importante seguidor de las tesis wittgenstenianas fue el filósofo norteamericano Wilfrid Sellars (1912-1989), a quien se le atribuye la primera formulación de lo que hoy en día se entiende en psicología como «teoría de la mente» a través del famoso mito de Jones. Sellars nos pide que imaginemos una comunidad cuyo lenguaje es completamente público, es decir, se refiere única y exclusivamente a objetos públicamente observables, así como a sus, también públicas, propiedades y relaciones entre ellos. Los habitantes de esta comunidad son, por lo tanto, perfectamente capaces de «decir» todo acerca del mundo gracias a su lenguaje científico y contrastable. Sellars se plantea entonces qué elementos le falta a este lenguaje para que sus hablantes puedan reconocerse como animales que piensan, desean, tienen sentimientos y sensaciones, es decir, como personas. En esa comunidad todos están acostumbrados a que alguien diga «cojo el bolígrafo» y acto seguido lleve a cabo un comportamiento lógicamente relacionado con los conceptos expresados (en este caso coger un bolígrafo), pero, en ocasiones, hay quien realiza actos sin haber descrito ni explicado verbalmente la razón de tales actos. Entra entonces en escena un genio llamado Jones, quien postula una teoría para dar cuenta del hecho de que los comportamientos de sus conciudadanos que no van acompañados por sus explicaciones verbales manifiestas son igual de racionales que aquellos que ocurren solos, sin aparente explicación. Según Jones, el habla pública no es más que la punta del iceberg de una especie de habla privada, interna de cada sujeto, que se relaciona causalmente con el comportamiento observable de cada persona. Así que el hecho de que una persona en silencio coja un bolígrafo podemos explicarlo diciendo que esa persona estaba «pensando» (que sería lo mismo que «diciendo en silencio» o «diciéndose para sí») en coger un bolígrafo, y esa es la razón por la que efectivamente lo cogió. Jones postula además la existencia de una serie de estados mentales teóricos, que cabría categorizarlos como sensaciones y sentimientos. En resumen, las acciones de las personas remitirían a pensamientos, sensaciones y sentimientos internas que no siempre se hacen públicas mediante el habla.

Por supuesto, Jones no tiene manera de comprobar si su teoría es correcta o no, puesto que, por muy genio que sea, no es capaz, como ninguno de sus conciudadanos, de leer la supuesta «mente» (como conjunto de pensamientos, sensaciones y sentimientos) de los demás, puesto que se trata de un conjunto de objetos teóricos inobservables. El caso es que, una vez que Jones comunica su teoría, los miembros de su comunidad comienzan a utilizar esos conceptos «mentalistas», es decir, que remiten a estados mentales teóricos, para explicar y predecir el comportamiento silente de los demás. De esta manera, si Pepito no acude a jugar al fútbol con sus amigos sin dar explicación alguna, estos entienden que la razón puede ser que esté triste, que esté enamorado o que, simplemente, no le apetezca, pero nunca por mero azar irracional. Al cabo de unas pocas generaciones, esta comunidad pasaría a utilizar estos conceptos «mentalistas» no solo para entender y predecir el comportamiento de los demás, sino también para explicarse y justificarse a sí mismos su propio comportamiento, pudiendo así Pepito decirles a sus amigos que no había ido a jugar al fútbol porque se sentía triste, enamorado, etc.

Si nos detenemos a juzgar el mito de Jones podemos observar que explica de una manera propiamente autista lo que los neurotípicos parecen dar por sentado. En primer lugar, la comunidad de Jones funciona con un lenguaje puramente conceptual sobre los objetos del mundo, cuando la sensación de los neurotípicos es que hay algo más aparte de lo que meramente se puede «decir» conceptualmente, esto es, hay algo en la vida de las personas que solo se «muestra» y que es irreductible a conceptos: nuestras sensaciones, sentimientos e, incluso, a veces, nuestros pensamientos. En segundo lugar, la estrategia de Jones consiste en trasladar lógicamente la estructura inferencial de nuestro lenguaje público, nuestro habla, al postulado ámbito privado, nuestra mente, lo cual puede resultar lo más simple para un modo de pensar autista, pero que choca con la sensación de los neurotípicos de que nuestro pensamiento (y menos aún nuestras sensaciones y sentimientos) no siempre está regido por reglas lingüísticas y que, de alguna manera, el pensamiento es anterior al lenguaje conceptual. En tercer lugar, la explicación que da el mito de Jones de la adquisición del lenguaje mentalista, por hábito, como si se tratase de aprender a conducir, puede dar cuenta del proceso de aprendizaje de tal lenguaje de una persona con autismo, pero no es la forma como un neurotípico siente que aprende a hablar de la mente propia y de la de los demás, lo cual le suele parecer un proceso más tácito. En definitiva, los neurotípicos parecen tener un contacto más fácil o directo con aquello que, como decía Wittgenstein, meramente se «muestra», mientras que las personas con autismo, si tienen la suerte de aprender un lenguaje conceptual, parecen sentirse más cómodos entre aquello que simplemente se deja «decir», gracias a su forma de interpretar el mundo más literal o científica.

Se podría decir, entonces, que el genio Jones tiene muchos rasgos propios del síndrome de Asperger, y que ha postulado la existencia de algo llamado «mente» para dar cuenta de determinados comportamientos humanos de la misma manera que los científicos postulan campos gravitatorios o la existencia de partículas subatómicas para explicar el comportamiento observable de los objetos físicos. Nada que ver con otro tipo de explicaciones más «metalistas» o animistas, como por ejemplo esa que da Aristóteles según la cual las piedras tienden a ir al centro del universo porque tienen el deseo o intención de dirigirse allá a donde pertenecen. Una explicación así parece hoy en día tan ridícula como decir que las personas se envían señales entre sí con los ojos.

Al modelo sellarsiano de la teoría de la mente se le han opuesto otros, sobre todo a partir del descubrimiento de las neuronas espejo, que quizá dan mejor cuenta de la forma como los neurotípicos experimentan su propia mente, si es que existe tal cosa. No obstante, más allá de qué teoría sea la más correcta o más científica, lo que no cabe duda es que nos encontramos ante dos maneras radicalmente diferentes de interpretar el mundo y el lugar que ocupa el ser humano en él, que recuerdan a la lucha entre las dos culturas, la humanista y la científica, que ya denunciara el físico Charles Percy Snow (1905-1980) en su famosa conferencia de 1959. El lenguaje mentalista-humanista parece recoger todos los conceptos que se asocian comúnmente a lo propia y exclusivamente humano, mientras que el lenguaje, digamos, más científico-autista parece no contemplar distinciones entre el mundo físico, el natural y el humano, sino que aplica las mismas herramientas categoriales para explicar los diferentes fenómenos de todos esos ámbitos.

A lo largo de todo el siglo XX se han sucedido las denuncias por parte de varios filósofos y humanistas en general, entre los que destaca el alemán Martin Heidegger (1889-1976), no solo del recrudecimiento de esa dicotomía, sino, sobre todo, de la creciente tecnificación y cientifización del mundo, que trae consigo una explicación del ser humano en el universo no ya como un ser privilegiado que, al contrario que otros seres y cosas, posee libre albedrío, intencionalidad, deseos y fines, sino como un manojo de compuestos fisicoquímicos que no puede hacer otra cosa que atenerse a las leyes de la naturaleza. Parecería, según estos autores, que la imagen autista del mundo ha vencido, al menos en las sociedades occidentales, y que eso provoca una angustia y profundo malestar en las personas neurotípicas, lo cual también tendría repercusiones éticas, sociales y políticas. Resulta llamativo que esos padecimientos que describen sean tan parecidos a los que las personas con autismo declaran que sufren cuando se tienen que enfrentar a situaciones sociales complejas.

Si lo expuesto hasta aquí es correcto, la diferencia esencial entre «decir» y «mostrar», es decir, la forma como cada uno de nosotros interpreta el mundo y nuestro lugar en él ha de formar parte de una misma narración si no queremos vernos ante un abismo y experimentar así angustia vital. Hasta hace pocos siglos los neurotípicos han disfrutado de una narración hecha a imagen y semejanza suya, un cuento en el que primaba lo intencional, lo inefable, lo misterioso, aquello que solo se «muestra». Últimamente esa narración se está desintegrando en favor de otra en la que cobra especial relevancia todo aquello que se puede «decir» de forma literal y que, por lo tanto, es menos agresiva para el modo de mirar de las personas con autismo. Cada uno siente dentro de sí qué narración es la que mejor entiende y en la que se encuentra más tranquilo. Si el problema es cuestión de ojos, recordemos que el cíclope Polifemo tenía solo uno, pero, como su propio nombre indica, era de muchas palabras.

Hermenegildo Fernández

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